Comentario
Acaso donde más claramente se observa la compleja escala de simbolismos dogon es en el ámbito de las máscaras y de sus danzas, tanto las que tienen lugar en fechas fijas (la más famosa, la fiesta del Sigi, cada sesenta años) como las que presiden los festejos fúnebres, que se celebran con ostentación varios meses después de la muerte de un personaje importante, cuando se decide despedir definitivamente su alma. Según Griaule, el sabio Ogotemmeli decía: "La sociedad de las máscaras es el mundo entero, y cuando se agita en lugar público, danza la marcha del mundo, danza el sistema del mundo".
En efecto, el día de la fiesta descienden a la aldea, procedentes de la cueva oculta donde guardan sus objetos sacros, los iniciados recubiertos con sus máscaras y disfraces. Pueden representar los distintos animales que bajaron del arca, y que luego cobraron cometidos míticos o totémicos; también pueden encarnar personajes reales (por ejemplo, los peul, vecinos y enemigos históricos de los dogon); pero sobresalen las máscaras más abstractas. Entre ellas, hallamos la kanaga, que por su forma -un tablón vertical cruzado por dos horizontales- es conocida entre los estudiosos como cruz de Lorena; según la cultura religiosa del dogon que la contempla, representa un pájaro, o cierto cocodrilo que permitió a los dogon cruzar un río, o el gesto de la mano de Amma cuando creó el mundo, o incluso el equilibrio del cielo y la tierra; en cuanto a la sirige, coronada por una alta tabla vertical de varios pisos, unos verán en ella la fachada de la casa del hogon, y por tanto el símbolo de la autoridad religiosa, mientras que otros la considerarán imagen de la escala o arco iris que une el cielo a la tierra.
Desde el punto de vista plástico, las máscaras dogon, así como su representación pictórica en las laderas rocosas del precipicio, resultan impresionantes por su colorido y por las danzas agitadísimas en que aparecen, pero, a la vez, pobres por su ejecución y diseño: sobre un par de modelos básicos (el triangular y el cuadrangular), añadiendo o variando atributos, se componen prácticamente todas. Sin embargo, es algo que no debe extrañarnos: en principio, han de tallarlas los propios iniciados durante sus épocas de reclusión y estudio, y estos iniciados no tienen por qué recibir formación escultórica alguna.
Por ello, resultan mucho más artísticas las figuras de bulto redondo. Son éstas muy numerosas, y talladas en estilos de muy diversos matices, entre los que destaca, por su simplicidad, el más primitivo, que los dogon atribuyen a los tellem, sus antecesores en el territorio que ellos ocupan desde el siglo XV. Pero, cualquiera que sea la escuela o variante local, todas las piezas ostentan la misma dignidad contenida, la misma afición por lo geométrico, fruto decantado por múltiples generaciones de artistas: maternidades, hombres solos, jinetes, mujeres trabajando, figuras de Nommo levantando los brazos para implorar la lluvia, constituyen el ajuar religioso de todo buen dogon, desde el dirigente de aldea hasta el simple jefe de familia, que las guarda en una hornacina de su casa para mantener vivo el recuerdo de los antepasados de la humanidad y de su linaje concreto.
Tanto entre los dogon como entre sus vecinos (bamana, senufo, etc.) destacan, como género artístico, las puertas talladas en relieve de casas, santuarios y graneros. En estas obras, la amplitud del espacio y la posibilidad de un desarrollo bidimensional invitan a la meditación mitológica y a la asociación de símbolos, aunque rara vez los elementos aparezcan trabados en verdaderas composiciones. Además, en el caso de los dogon sobre todo, sugieren de nuevo al espectador el sentido religioso que tienen incluso las fachadas de los edificios: no es casual el número de nichos que adorna la casa de un jefe de clan ni puramente utilitaria la forma de horquilla de los pilares que sostienen la sala de reuniones de una aldea, por ejemplo.